lunes, 11 de marzo de 2013

De cielos y máscaras.


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La persona que me vive deserta de su oficio.

La ciudad es una sucia oficina a punto de exiliarse.

En el cielo
pavesas anunciando
los niños que vendrán
a mi nuevo entierro,

también las gaviotas
ignorando las seguras migraciones
en los cambios de estación

y un calor como de calma
en lugar inapropiado
extendiendo alas
y caparazones
tras aquella lluvia
que no llegó
a alargar el invierno
y pudrir todos mis zapatos.

Luego la noche encendida
con sus jugos casi curvos
y amarillos
en esta cama ancha y plana
como una meseta en los mapas
como un tapiz de girasoles secos
o amapolas secas.

Los niños otra vez
vuelven a las plazas.

El reloj perdió sus manos
y agoniza en la pecera.

En las zarzas del solar
hay un perro aullando
pero yo he venido a recoger la fruta
con estos dedos de hacer zumo
en los limones del verano.

La persona que me disfraza de hombre
cambia de máscara cada amanecer
para parecer más joven
y no sabe
que debajo de la piel
hay una angustia
química y voraz
destinada a suplir los dolores
por una fértil pervivencia.
 
 

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